HONORES, ORLAS, Y CORTES DE PELO

           Mi abuela era la menor de cinco hermanos, todos varones. En su época, y en un pueblo de campesinos donde los niños trabajaban desde que caminaban, la educación era un lujo que estaba al alcance de muy pocos. Todos sus hermanos fueron a la escuela porque la obligación de realizar el servicio militar, exigía a los hombres adquirir conocimientos para “salir al mundo”.
Mi madre realizó estudios profesionales y mi abuela jamás pisó un aula, por lo que el día que ingresé en la universidad ambas no cabían en sí de alegría. Mientras me ayudaba a hacer la maleta no dejaba de llorar; me marchaba de casa y siempre habíamos estado muy unidas “Te vas, y siento que me arrancan la vida —me dijo mi abuela limpiándose las lágrimas—. Pero quiero que sepas que en este momento el orgullo calma mi tristeza. Es un gran honor para mí que seas la primera en ir a la universidad. Nena —concluyó con grandilocuencia—,  cientos de mujeres de nuestra familia te estarán observando”
Y allá me fui, con la inquietante compañía de todas mis antepasadas.
Los cinco años de mi carrera no se pasaron especialmente rápido. Pese a ser una gran experiencia vital y conocer a gente maravillosa, me centré bastante en los estudios; bien fuera por mi carácter tímido, o por el peso de varias generaciones de mujeres en los hombros, me prodigué más por las bibliotecas que por las discotecas. Así que, si mi abuela estaba orgullosa el día que me marché, cuando tan solo faltaban unos meses para licenciarme, rebosaba de dicha.
          Unos días antes de tomarme la foto para la orla (esa para la que te vistes con toga y acredita tu paso con éxito por la universidad), mi amiga Susi inauguró su peluquería: su sueño más preciado. Y, por supuesto, me persuadió para que me pusiera en sus manos de estilista reputada. “Tienes una estructura ósea increíble para un corte de pelo a lo garçon” me dijo, mientras daba vueltas a mi alrededor con aquella extraña mirada de loca. Al final, pequé de inconsciente y la dejé hacer.
Susi tenía razón: me veía muy favorecida, y la incipiente primavera me convenció de que el pelo cortito era una buena idea. Sin embargo, en cuanto vi la cara de mi madre supe que el error tendría proporciones gigantescas. Casi se desmaya; me refiero a una pérdida de conocimiento literal. La reacción de mi abuela en cambio, me pilló más por sorpresa: me miró fijamente, dio un par de vueltas a mi alrededor observándome con detenimiento, y, tras chasquear la lengua, regresó a sentarse en su butaca.
            Así, sin dramas.
— ¿Qué? —pregunté, achicando los ojos con suspicacia—. ¿No te gusta?
—Estás muy guapa.
Aunque parecía sincera, su lenguaje corporal indicaba disgusto.
—Entonces, ¿qué sucede? 
Me lanzó una mirada tan triste que se me encogió el alma.
—Pareces un muchacho —espetó—. En cuanto te coloquen la corbata, nadie te distinguirá. La primera mujer de la familia en licenciarse se vestirá de hombre para la foto que lo atestigua.
Prometo que en ese momento pude ver aparecer tras ella a un centenar de mujeres; todas ellas con ropajes de distintas épocas, pero con la misma mirada dura clavada en mí.
Me sentí muy mal, pero el problema tenía una solución complicada; difícilmente podría hacer crecer mi melena en unos días, sin recurrir a carísimas técnicas artificiales. ¿Qué hice el día en que me puse la toga? Pues tras maquillarme un poquito más de lo habitual, me colgué los pendientes más hippies y estrafalarios del joyero. Mi objetivo era claro: contrarrestar a la masculina corbata.
          Ahora, tan solo algunos años después, aún no sé si mis antepasadas me han perdonado. Creo que mi abuela sí, porque enmarcó mi foto y la colocó sobre su mesilla de noche. Así, durante el tiempo que siguió hasta que nos dejó, se durmió cada noche observándola. Pensando quizás en una heredera de campesinas con un fuerte legado de sacrificio y trabajo, además de una tenaz persistencia en lograr cuanto se propone. 
        Una mujer que ya no era una niña, aunque algunas veces se disfrazase de garçon.